EFE

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Buzos hondureños lisiados por pesca de langosta claman ayudas para sobrevivir

Se estima que más de 3 mil buzos han quedado discapacitados al pescar langosta, caracol y pepino de mar a profundidades de más de 40 metros.


Buzos que han sufrido daños físicos al pescar en las profundidades del Caribe de Honduras sin la protección necesaria reclaman ayudas para no seguir poniendo en riesgo su vida, algo que ha sido desoído durante años por el Estado, que no ha cumplido a cabalidad una sentencia de 2021 a favor de 42 indígenas.

"No hay apoyo de nada", dijo a Efe el presidente de la Asociación de Buzos Lisiados de la Mosquitia (Amhbli), Erasmo Granuel, sentado en una silla de ruedas en la entrada de su vivienda de madera.


Haciendo un esfuerzo para hablar, Granuel afirmó que son "más de 3.000 buzos “los que están discapacitados al pescar langosta, caracol y pepino de mar a profundidades de más de 40 metros, cuando lo máximo permitido es de 30 para evitar daños.

"Los 3.000 buzos (lisiados) no tienen nada, ni un centavo", insistió el dirigente miskito, quien lamenta que la Mosquitia, una región situada al este, frente al Caribe, limítrofe con Nicaragua, está en el olvido por parte de las autoridades.

La mayoría de los más de 100.000 habitantes de seis municipios del departamento de Gracias a Dios, donde se localiza la Mosquitia, trabajan en la pesca para empresas privadas que pagan 95 lempiras (3,85 dólares) por la libra (464 gramos) de langosta y caracol, según sus denuncias.

Granuel, quien quedó lisiado parcialmente después de doce años buceando, pidió al Gobierno "ayuda" en materia de salud, educación y vivienda para los buzos lisiados por daños, en algunos casos cerebrales y en otros en extremidades.


Uno de esos casos es el de Emsly Emus Rivas, un miskito de 78 años que en 1984 quedó en silla de rueda y usa pañales permanentemente debido a las lesiones que le dejó una descompresión, ya que por falta de recursos no pudo someterse a un tratamiento en la cámara hiperbárica.

Rivas depende de su mujer, Sebera Pérez, y su hija, Saira Rivas, para comer y movilizarse de su cama a una vieja silla de ruedas en la que pasa todo el día sentado en la entrada de la casa de otra de sus hijas, en la que además viven otras seis personas.